diciembre 16, 2011

De desastres naturales

Os dejo con un relato corto y os deseo un feliz fin de semana a todo@s, disfrutad los que podáis, y lo que no, intentadlo.

De Desastres Naturales

Supongo que debe ser algo parecido a lo que se siente cuando se estrella un avión, o cuando hay un terremoto y te despiertas en mitad de la oscuridad y dices de repente; ¡pero si he salido viva!

Ahora, con el paso del tiempo, puedo verlo de ese modo. Un terremoto, una inundación o cualquier desastre natural. Me gustan esas palabras: desastre natural. No creo que pudiese encontrar unas más apropiadas para referirme él. Pues sí, al igual que hay gente a la que se la lleva un huracán, o son alcanzados por un rayo, yo, sencillamente, le conocí a él.

Y no es que fuese feo, que no lo era, en absoluto. Era muy guapo, pero que muy guapo. De ese tipo de hombres a los que cuando ves te preguntas, ¿pero dónde has estado metido toda mi vida? Y con el tiempo obtienes la respuesta, en la cama de cualquier otra.

Porque Paul no era guapo no, era lo siguiente y lo de más allá. Y cuando pestañeaba, esas largas pestañas castañas que parecían abanicos casi te levantaban el flequillo. Así que cuando pestañeaba el mundo dejaba de girar, el tiempo se frenaba en seco, e incluso la guardia urbana que día sí y día también me dejaba sobrios recados en el parabrisas, se paraba en seco y le daba los buenos días. Con una sonrisa que yo hasta ese momento no había reparado en que pudiese tener, siempre tan antipática conmigo. Pero para él no, claro, para Paul sonreía, tanto que las comisuras de los labios casi se le unían en la nuca.

Yo le veía pasar a diario, pues era socio de un bufete de abogados en el lado opuesto del pasillo de mi oficina. Mis compañeras prácticamente le hacían la ola cuando se lo encontraban en el rellano ataviado con uno de sus impolutos trajes franceses. Yo simplemente pasaba y le lanzaba un buenos días, pues bien es sabido en todos los manuales de relaciones interpersonales (o de ligue, propiamente dicho) que el tipo guapo nunca se fija en una chica que no lleve al menos dos capas de rímel en las pestañas. Y a mí, entre el viaje en metro y autobús, y la media hora anterior que tenía que levantarme para sacar al perro (que ya me decía mi madre que más me valdría tener un gato) no solía disponer del tiempo suficiente para maquillarme antes de ir al trabajo.

Así que sabiéndome invisible a sus grandes ojos negros pasaba por su lado sin decir nada o, si acaso, un simple buenos días, si nos tropezábamos en la escalera.

Esto debió desconcertarlo, pienso. Esto debió descolocarlo, creo. Al fin y al cabo yo debía ser una mujer debajo de aquel amplio abrigo de lana gris.

Así que un día, en uno de aquellos fugaces encuentros, sentí que mi “buenos días” no era suficiente, por cómo me observaba, por el interés con el que lo hacía. De repente sonrió. Yo me miré automáticamente en el espejo del ascensor, para comprobar que no andaba con el cabello revuelto o tenía restos de mantequilla en los mofletes o cualquier otro motivo por el que hubiese de cautivar su atención. No lo había. Así que sonreí a su vez, entre escéptica y descolocada. Pero entonces me habló.

“Nos vemos cada día y aún no sé tu nombre” dijo.

“Paul – contesté sin pensar lo que decía –. Quiero decir, que yo si sé el tuyo. Que sé que te llamas Paul” Y después me quedé muda, ligeramente acongojada.

“¿Y bien?”

“Bien, ¿qué?” respondí ansiando que se abriesen las puertas del ascensor, de una vez. Íbamos por la planta dos decía el indicador luminoso, restaban tres aún.

“¿Es que no vas a decirme cómo te llamas?” preguntó, sonriendo después, y yo hubiese deseado tener a mano una de esas radiografías antiguas que la gente utiliza para poder mirar los eclipses solares, para así poder menguar semejante cantidad de luz. Y es que ya me lo decía mi madre, nunca mires a un hombre guapo a los dientes, si los tiene feos saldrás huyendo y si los tiene bonitos caerás en su embrujo sin remedio. (Mi madre es dentista y sabe de lo que habla)

“Yolanda, me llamo Yolanda” dije al fin, presentándome.

“Bonitos pantys de leopardo, Yolanda” observó refiriéndose a mis menudas piernas y entonces sonrió de nuevo y sencillamente supe que ya no había marcha atrás. Me había arrastrado a la cueva en la que solía devorar a sus víctimas. Una cueva en el centro de Madrid con vistas al Paseo de la Castellana. Muy luminosa, eso sí.

Y allí, contra todo pronóstico, me dejé devorar durante ocho largos meses en los que fui relativamente feliz. Meses en los que trasladó su bufete en alza a otro bloque de edificios, y en los que me pidió que me fuese a vivir con él, porque estaba seguro de que nunca conocería a una mujer como yo. Convirtiéndome automáticamente en la envidia de la planta, del bloque de apartamentos, de la manzana y del resto del mundo, al menos del mundo femenino.

Pero un día descubrí por un indiscreto y poco pudoroso mensaje en el contestador que habían dejado de gustarle los pantys de leopardo, que había comenzado a frecuentar medias de cuadros, de cuadros escoceses, medias rubias y altas como castillos.

Así que se acabó, después de todo un día de comederos de cabeza sobre si merecía la pena discutir o no sobre su nueva “tendencia” en moda interior femenina, sencillamente cogí mis cosas y me largué.

Aunque debo confesar que como despedida le partí un diente. Pero fue sin querer, aún no sé cómo se clavó aquel trocito de blanca cerámica justo en un pedazo de turrón del duro del que tenía como manía tomar cada noche. Pero quien sabe, quizá volvamos a vernos algún día, en la consulta de mi madre, por ejemplo.

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